julio 28, 2008

Del Postsecret

Aceptamos el amor que creemos merecer
"We accept the love we think we deserve"

Me sacudió ¿Será así? ¿Es así para alguno de ustedes? Besos para todos, je.

julio 04, 2008

Baratijas de colores

La ley inquebranteble del miedo está diseñada para romperse.

Lo recuerdo siempre al mismo tiempo que a la muerte, cuando no sé si hacer algo porque ***.

Generalmente *** me asusta.

Entonces decido salir, ir con amigos, a fiestas, el cine, buscar, relacionarme con otros, con los otros que me causan algo. Y me cuelgo esos pequeños despistes, aretes, esmalte de uñas, construyo en automático una identidad que pueda distraer a los demás de lo que soy y que -sin embargo- da algunas pistas para el observador paciente, o para el que entienda la chapa o tenga una llave que quiera probar después de asomarse con mirada indiscreta. Hay tanto miedo de ser vistos que nos vestimos -casi siempre- con distracciones.

Da risa, es absurdo. Somos entrenados toda la vida para reconocer los indicios vulgares de la belleza, a perseguir las pistas estúpidas del placer y comprar cubos de felicidad social. Sabemos ver culos, tetas, distinguir labios brillantes y miradas asesinas, medias con redes, sombreros de copa, autitos con metal pulido y plástico flexible, calcular fortunas e infortunios. Aprendimos a levantar castillos prefabricados con la fórmula mágica de la amistad o el amor, queremos ser los de Friends y casarnos como la Jolie, y, al parecer, una vez dominada la fórmula se gana el juego. Aunque sea una mentira y lo sepamos.

No sabemos de ellas o tememos demasiado a las sutilezas, la belleza que se siente, lo invisible que corta de pronto al aire y se queda.

Lo tememos porque no hay confirmación posible. Y aunque la sensación se quede a hacer preguntas, nunca se deja tocar. Tememos lo que no podemos asir, que el otro nos quiera como se quiere a una cosa, que seamos deseados como personajes y no como lo que somos unas veces y otras no, y lo que queremos otros cinco minutos y luego nunca, o lo que olvidamos que éramos y de pronto vuelve. En nuestra calidad de humano voluble y cambiante. No queremos -o no quiero- ser un ingrediente de la fórmula del científico loco que logró descifrarme un segundo.


Desacostumbrados por completo no entendemos de complicidades que no se relacionen directamente con nuestras fachadas. No sabemos sentir, no aceptamos ser sentidos por el otro. En automático pensamos en nuestros caparazones brillantes o estriados, en las espinas o lo alegórico del carrito.

Cualquiera con un poco de suerte ha sido descubierto, más allá de los disfraces, y entonces aprende a ser sentido y decide hacerlo otra vez, o no. Sabes que en cuanto alguien te descubre, todas las cosas que dejas intuír son certezas para el otro, y quiere jugar con ellas, o ver qué es esa cosa al lado que todavía no entiende, o preguntar. Ver de qué color resulta una mezcla, una ausencia mañana, y una punzada después. Cuando alguien te ve siempre quiere ver mas o dejar de mirar para siempre. Cuando es encontrado ese ángulo desde el que eres un todo hay opciones: ser un todo querible o volverte nada. Y quieres escucharlo todo desde el otro lado de la puerta, quieres tocar pero no te mueves, quieres seguir viendo pero temes ser visto.

Entonces se vuelve absurda la obsesión con permanecer ciegos ante la belleza sutil.

De cualquier manera queda, siempre, la seducción punzante de lo externo, que puede ser prolongada hasta el último punto de la blusa, hasta mas allá de la muerte o morir siempre en el minuto siguiente. Morir siempre con la pregunta seductora, porque no saber que había detrás posibilita cualquier cosa. Aunque nunca sepamos lo que era. La catafixia mortal.

Podemos seguir ejerciendo, con prisa o con tiento el reconocimiento automático de la belleza vulgar, de plástico, de colores, y dejar que se filtre entre las sedas alguna maravilla. Baratijas ofrezcamos en lugar de corazón cuando no sabemos si tenemos uno, cuando tememos usarlo, cuando hay algo borroso sobre nuestra cabeza que nos dice ¿para qué moverme?. Sombreros de copa o rayitas en las mallas. Apréndeme así, y tenme como una figura a fin de cuentas desechable, o intercambiable por cualquier otra cosa con esmalte en las uñas y un cerrojo en la puerta. O salgamos de las fórmulas y disfrutemos algunos minutos que no tengan torres de cálculos, miedo y seducción primaria. Entendamos que, a veces, no hay fórmulas y no hay resultado, porque las cosas no pueden detenerse entre las manos, o que hay un poco de fachada, una mascada superpuesta, un trozo de vértebra y media rótula, amasijados con plastilina y unas gotas de quien sabe qué, que, generalmente, huele bien.