junio 04, 2010

Somos

inconformes.
Nos sentamos chueco. La magia viene muy de vez en cuando y generalmente se nos olvida a la mañana siguiente, hasta que algún destello torpe nos la recuerda. Queremos más pero no sabemos ponerle nombre. Queremos el nombre.
Nos resistimos a armar un manfiesto, porque esas cosas son vanas, pero podemos dejar el alma cantando una canción. No tenemos valor, ni miedo.
Nos importan tanto cosas tan pequeñas que las palabras no alcanzan porque salen sobrando. Sentimos el qué y el cómo, y ese asombro nos vuelve mudos, a pesar de nuestras herramientas. Vemos desde la diferencia, y juzgamos, se nos olvidan los sujetos en la persecución de los predicados. Y de los objetos indirectos y adjetivos calificativos. No nos sabemos las preposiciones, ni las proporciones, y es menos importante saberse el nombre que saber olvidarlo.
La voluntad está empeñada en quemarse las entrañas, sea con intensidad o con anestesia, pero quemarlas, porque nacimos sin naves y queremos abandonar los pretextos, y no hay modo más sutil que el del estruendo.
No sabemos nuestro nombre, porque se resignifica a cada rato aunque no logremos entenderlo, y cada vuelta de esquina es diferente -no sabemos si mejor- pero la defendemos.
Precisamos un corrector de estilo cada cadena mutante de palabras, hechos o imágenes; no sabemos otra cosa ni queremos claudicar, pero dudamos constantemente.
Sabemos que la lucha por si misma es una causa perdida, e intentamos reinventar espacios con ira, o con épica indeleble que reconocemos invisible.
Somos estos que se sienten irónicamente acompañados en la soledad. Porque no se unen las galaxias, se bautizan gracias a la distancia aunque existan reflejos.
Pulsiones desordenadas. Constantes -valga la redundancia- transparentes. Tan fáciles de descifrar que generan muchas preguntas. Sin respuesta posible, pero con alineación probable.