abril 19, 2010

El fino arte de mandar a la chingada

Eso nos pasa a algunos. Vamos acumulando presión como finísimas locomotoras hasta que el hollín se acumula en la chimenea y algo -más que explotar- se atasca y hace ruiditos molestos. Es entonces cuando decidimos que (inserte aquí tono dramático) ya estuvo bueno y cambiamos de carbón (cabrón o la forma que quiera usted darle a la patada en el trasero).
Luego viene el tedioso memorándum de "metieneshastalamadre" y la deseada libertad posterior.
Pero la cuerda queda tendida, y algunas veces se tira de ambos lados. Otras, queda uno de los integrantes del ahora disuelto equipo esperando respuesta con tirones más molestos aún que la tapadura inicial de chimenea. Es entonces cuando hay que tener tijeras para cortar el cordel o gracia para hacerle moñitos mientras el otro se desespera.
Abogados, dramas o mutis de por medio, la molestia, cuando el otro tiene cartas y se cree con el derecho de jugarlas, es inevitable; y lo digo más allá de peleas insulsas con el novio, me refiero a derrumbes más estrepitosos o, por lo menos, más permanentes (lo que requiere una decisión igual de rotunda).
La distancia no lo es todo y a veces el tiempo pone sus claúsulas y uno calla, se arrepiente y vuelve en ciclos confusos, o dando tumbos, para no pecar de autocomplaciente. Pero cuando se manda a la chingada debe hacerse con un golpe claro, certero y que no deje lugar a dudas.

¿Qué hacer pues, cuando uno ya guardó el sable y sigue recibiendo golpes en el muro? ¿es entonces momento de la guerra nuclear?

¿Se responde con indignación a los chantajes o se guarda silencio? ¿Se responde cual jabalí acorralado o se presume el cuello de cisne?

Ya no sé, chingados. Y no me vengan con que siga a mi corazón, porque esa frase nomás no me cuaja y me cae re mal.

No hay comentarios.: